El inglés Jake Stewart se impone al sprint en Mâcon en la quinta etapa de la Dauphiné
Caída leve de Remco Evenepoel, que afrontará con el maillot amarillo el fin de semana decisivo en los Alpes


En Coventry se fabricaban Jaguars, Minis y los taxis negros de Londres, y allí hace 25 años nació Jake Stewart, quien se hizo ciclista, pese tanto peso del motor en su pueblo y a compartir casi nombre y apellido con Jackie, el piloto escocés loco de la F1. Sobre la bici, Jake es tan rápido como su no pariente del Tyrrell y esprinta extático en las rectas de Mâcon, junto al Saona, y cuando arranca ni el monstruoso Jonathan Milan, cerrado junto a las vallas, ni ningún otro, puede alcanzarle. Gana la etapa y aún le da tiempo a secarse el sudor, saludar a sus compañeros y volver a secarse el sudor antes de que atravesara la meta el líder de amarillo, Remco Evenepoel, que cruza la meta chupándose el índice derecho, que le sabe a sangre. Se ha caído en una rotonda unos centenares de metros antes y ese dedo parece que es el único mal que se ha hecho, poca cosa, un rasguñito, para un chaval de 25 años que ya ha rozado la muerte en tres caídas graves, y ha regresado más fuerte después de cada una de ellas, de cuando se rompió la pelvis en un puente de Lombardía, de cuando se estrelló en la caída terrible de la Itzulia del 24, de cuando se tragó, en diciembre pasado, la puerta de una furgoneta de correos en Bélgica.
Pasada la etapa calurosa por las colinas suaves del Beaujolais, aún tan verdes las uvas en las viñas, el viernes llega la primera etapa dura, la que acabará en el alto de la Cry, en Combloux, después de la cuesta de Domancy y la ciudad de Sallanches. Son nombres que pertenecen a la gran historia del ciclismo, lugares que figuraban en el Mundial de 1964, cuando un Eddy Merckx de 19 años se proclamó campeón del mundo amateur, y también en el del 80, el de la matanza organizada y llevada a cabo sin compasión por Bernard Hinault. Más recientemente, allí, en ambas subidas, se vivió la tragedia Pogacar en la contrarreloj en la que Vingegaard se aseguró el Tour del 23.
Antes de fabricarse nada, en Coventry, corazón de la metalurgia británica, se hacían máquinas de coser, y en los mismos talleres, antes del siglo XX aún, se inventó la bici con cadena, ruedas iguales y cuadro de doble triángulo. La manufacturaba la Rover antes de lanzarse a fabricar todoterrenos rígidos y duros, cuando en Coventry había más de 400 fábricas de bicicletas, más que en ninguna otra ciudad del mundo. La revolución industrial se inició con una locomotora y el ferrocarril, y en Catesby, en el túnel en desuso de una vía muerta entre Coventry y Birmingham convergen en el siglo XXI, coches, bicis, tecnología y futuro. En el techo de la galería cerrada, ni una gota de viento, recta, recta, 0,4% de pendiente, asfalto liso, liso, e iluminado, no vuelan murciélagos. Es un túnel del viento natural en el que se mide el aerodinamismo de prototipos en movimiento, no fijos ante un ventilador. Dan Bigham, el mago del aerodinamismo del Red Bull, mide los efectos de la velocidad en los calcetines y los botines de Florian Lipowitz, su líder en la Dauphiné, y seguramente todos los ingenieros que por allí pasen aplaudirían la bicicleta que hace volar a Jake Stewart en la superficie, una Factor fabricada no muy lejos, en Norfolk, como los F1, con una horquilla ancha y fina como las de las bicis de pista y un manillar en V, tan parecido a la mariposa de la Colnago Y de Pogacar.
Las raíces del ciclismo son fuertes. Nunca mueren. Las hacen reverdecer los ciclistas, su pasión, un deseo de redención que el fin de semana decisivo de la Dauphiné, en Saboya y los Alpes, enfrentará a Pogacar, que no parece él mismo, a Vingegaard, que tiene que asustar a todos tras un año doliente, y a Evenepoel, al que nadie parece tomar en serio en la montaña.
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