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El río que marcó la vida de Virginia Woolf

La ensayista británica Olivia Laing recorre en su nuevo ensayo el caudal del río Ouse, el lugar en el que la escritora sanaba sus crisis nerviosas y donde se acabó suicidando

Virginia Wolf

Un río que atraviesa un paisaje captura el mundo y lo devuelve acrecentado: un mundo cambiante y centelleante, más misterioso que el que solemos habitar. Los ríos recorren las civilizaciones del mismo modo que los hilos se ensartan en las cuentas, y apenas se me ocurre alguna época que no guarde relación con un gran canal navegable. Aunque las tierras de Oriente Medio están ahora más secas que la yesca, en otro tiempo fueron fértiles, alimentadas por el Éufrates y el Tigris, los fructíferos ríos de los que florecieron Sumeria y Babilonia. Las riquezas del antiguo Egipto se originaron en el Nilo, al que se consideraba la calzada que separaba la vida de la muerte y que estaba hermanado con los cielos por el vertido de estrellas que ahora llamamos la Vía Láctea. El valle del Indo, el río Amarillo: lugares en los que empezaron las civilizaciones, amamantadas por las dulces aguas que enriquecían la tierra con sus inundaciones. El arte de la escritura nació de forma independiente en estas cuatro regiones y no creo que sea una coincidencia que el advenimiento de la palabra escrita estuviera nutrido por aguas fluviales.

Un misterio envuelve los ríos y nos atrae hacia ellos, pues se alzan desde lugares recónditos y viajan por caminos que hoy no tienen por qué corresponderse con los de mañana. A diferencia de un lago o un mar, un río tiene un destino y la certeza con la que avanza posee algo que lo hace relajante, especialmente para quienes han perdido la fe en el lugar al que se dirigen.

En ese momento me parecía que el Ouse se componía de dos elementos. Por un lado, su naturaleza en sí misma: un río de 67 kilómetros de largo que nacía en un soto de robles y avellanos cerca de Haywards Heath, ganaba velocidad en forma de torrentes y rápidos cuando cruzaba los antiguos bosques de Weald, atravesaba las Downs a la altura de Lewes y entraba en el canal de la Mancha en Newhaven, marcado con hilos de aceite, donde los ferris cruzan hasta Francia. Hay montones de ríos de este tipo en estas islas. Si estás en el Reino Unido, me atrevería a decir que hay uno cerca de ti: un bonito riachuelo que serpentea tanto por pueblos como por campos, ni puramente salvaje ni tan apacible como para que puedas fiarte de él. Es posible que atrás queden los días de los molinos hidráulicos y las salinas, pero el Ouse sigue siendo de utilidad para el estilo de vida de nuestros tiempos, pues abastece un par de embalses y sirve de desagüe a una docena de depuradoras. A veces, cuando nadas en Isfield, atraviesas trechos saturados de burbujas; otras, un cúmulo de algas aflora con la exuberancia de un huerto gracias a los fertilizantes que el agua arrastra del trigo.

Pero, además de por el espacio, un río también se mueve a través del tiempo. Estas corrientes de agua han moldeado nuestro mundo; como señaló Joseph Conrad, llevan consigo “los sueños de los hombres, las semillas de las mancomunidades, los gérmenes de los imperios”. Su presencia siempre ha cautivado a la gente, de modo que portan como basura las reliquias desechadas del pasado. El Ouse no es un río de gran importancia. Se ha cruzado solo un par de veces con las vastas corrientes de la historia: cuando Virginia Woolf se ahogó en él en 1941 y, siglos antes, cuando en sus orillas se libró la batalla de Lewes. Sin embargo, su relación con la humanidad se remonta a miles de años antes del nacimiento de Cristo, cuando los colonos del Neolítico empezaron a talar los bosques por primera vez y a cultivar en sus orillas. Las épocas que siguieron dejaron rastros más tangibles: pueblos sajones, un castillo normando, plantas de tratamiento de aguas residuales de estilo Tudor, diques de estilo georgiano y esclusas diseñadas para mitigar la tendencia del río a desbordarse, aunque ni siquiera estas elaboradas modificaciones evitaron que el Ouse creciera e inundara la ciudad de Lewes de forma catastrófica a principios de este milenio.

A menudo parece que el pasado esté muy cerca. Algunas tardes, cuando el sol se pone y el aire adquiere un tono azulado, cuando las lechuzas flotan ya de noche sobre la hierba de la pradera y una luna sin adornos asoma por encima de los árboles, se eleva una neblina desde la superficie del río. En ese momento se hace patente la singularidad del agua. La tierra guarda sus tesoros y lo que hay enterrado permanece allí hasta que una pala o un arado lo desentierra. Pero el río es más taimado y renuncia a sus posesiones sin orden ni concierto, ni consideración por la cronología que la tierra conserva y que tanto aprecian los historiadores. Una historia recopilada a través del agua es, por naturaleza, rápida y fluida, repleta de vida sumergida y capaz, tal y como descubriría, de desbordarse de forma inesperada hacia el presente.

Esa primavera leí a Woolf de forma enfermiza, pues compartía mi obsesión con el agua y sus metáforas. A lo largo de los años, Virginia Woolf se ha ganado la reputación de escritora afligida, neurasténica anodina o, incluso, mujer rencorosa y altanera, la decana del discurso viciado de Bloomsbury. Sospecho que la gente que tiene esta opinión de ella no ha leído sus diarios, pues están llenos de humor y de un amor contagioso por el mundo natural.

Virginia visitó el Ouse por primera vez en 1912, cuando alquiló una casa en lo alto de los pantanos. Su primera noche como esposa de Leonard Woolf la pasó allí y, más tarde, se alojó en ella para recuperarse de la tercera crisis nerviosa grave que sufrió de forma consecutiva. En 1919, ya recuperada, cambió de lado del río al comprarse una fría casa de campo azulada bajo la torre de la iglesia de Rodmell. Era muy rudimentaria: no tenía agua caliente y solo contaba con un baño seco, frío y oscuro, equipado con una silla de mimbre sobre un cubo. Pero tanto Leonard como Virginia adoraban Monk’s House, y la paz y el aislamiento que proporcionaba resultaba un ambiente propicio para el trabajo. Gran parte de La señora Dalloway, Al faro, Las olas y Entre actos fueron escritos en ese lugar, junto con cientos de reseñas, relatos y ensayos.

Era especialmente sensible al paisaje, y sus impresiones sobre este valle calizo y acuoso impregnan su obra. Parece ser que sus excursiones solitarias, a menudo diarias, se convirtieron en una parte esencial de su proceso de escritura. Durante la crisis nerviosa en Asham, cuando le prohibieron sobreexcitarse con actividades como pasear o escribir, confesó con nostalgia en su diario: “Qué no daría por pasearme por los bosques de Firle, con el cerebro almacenado entre dulce lavanda, tan cuerda y serena, y lista para las tareas de mañana. Lo notaría todo, la expresión precisa para describirlo se me ocurriría justo al momento, como anillo al dedo; y, más tarde, en el polvoriento camino, mientras pedaleo con dificultad, empezaría a contarse mi historia; y entonces desaparecería el sol, y mi casa, y una tanda de poesía después de cenar, medio leída, medio vivida, como si la carne se disolviera y las flores se abrieran paso a estallidos rojos y blancos”.

“Como si la carne se disolviera” es una expresión característica de Woolf. Las metáforas del proceso de escritura, de entrar al mundo onírico donde prosperaba, son fluidas: habla de “zambullirse”, “inundar”, “hundirse”, “estar sumergida”. Este deseo por acceder a las profundidades es lo que me condujo hasta ella, pues, aunque al final se ahogó, durante un tiempo parecía que tenía, al igual que las personas que practican la apnea, un don para descender bajo la superficie del mundo.

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